lunes, 20 de abril de 2009

Diario de una profeta


Querido diario:

Es como creíamos. Es herencia familiar, si: herencia de desgracia, encima que es fácil padecerla, también se hereda. Me daría por vencida, de hecho creo que lo haré muy pronto, pero ¿Darme por vencida hará que la maldición sea instantánea, habrá alguna forma de evitarla?

Ya puedo escuchar los quejidos de la doñita “Mi pantufla izquierda tiene una mancha macroscopica en la suela”. Luego de semejante verdad me veo revoleando los ojos, veo también mis ojeras y arrugas. Por las noches escribiré en unas hojitas de papel reciclado esperando que se abra un portal en la dimensión desconocida o deseando abducciones extraterrestres. Asumiré la triste realidad, me acostare, sentiré crujir el colchón y me dormiré con las ultimas quejas de la doñita.

“Ah idiota, no preparaste el té” la doñita será un amor ¿Acaso ahora no es así? Aun no he contado lo mejor querido diario, las dulces tardes de sábado. La doñita sacara el cuero a los vecinos. “Mírala a la chirusita, que tendrá que haber hecho para estar con ese hombre” No es más que envidia pero si manifiesto esto no tendré otro día de vida por que la doñita se va a encargar de dejarme en la calle totalmente arruinada.

Cuando tenga un poco de privacidad me lamentare de la herencia familiar, me victimizare. Llorare esperando que la doñita no me encuentre, si lo hace me dirá: “Manga de inútil, perdiendo el tiempo nuevamente con trivialidades, debería rajarte a patadas, sos inservible”.

Pensándolo bien: la herencia familiar es un fraude, es como el odio de la doñita. Ella no logro llevarse bien con el mundo, concluyo entonces que el mundo es una gran bola pestilente de estiércol y siempre hay que recordar lo mal que huele, gritarlo a los cuatro vientos. Yo no logre tampoco lo que quería, no me llevo bien con el mundo, me escondo bajo la “genética de la desgracia”. La doñita y yo somos mas parecidas de lo que creía… Zass, me parece que se aplica la frase celebre “La misma mierda pero con distinto olor”.



P.D. Querido Diario ¿Cree que en el futuro pueda reírme de los sucesos que acabo de predecir?

martes, 14 de abril de 2009

Elementos de una vida

Lo había perdido todo: Su deseo de cocinar los sábados por la mañana, sus ganas de escribir de lunes a viernes, su sonrisa atemporal, sus pasos, y quizás hasta también podría decirse que su propia vida. Vivía como una trapecista, con el riesgo constante de caer, viviendo en equilibrio con la vida y la muerte (o he de decir en desequilibrio). La verdad era que habitaba un mundo intermedio, ya no podía comprender las acciones de los vivos, pero tampoco se sentía tan fría como los muertos, todo transcurría lento y sin pausa, día tras día bajo la misma monotonía, distintas palabras pero los mismos hechos.

A veces cenaba con los colegas de turno y simulaba prestar atención a las charlas o sonreía en los momentos convenientes, pero no había un ápice de verdad en sus acciones, ni un solo recoveco de emoción. De vez en cuando se perdía entre luces y canciones, se retrotraía a su pasado, se imaginaba como bebe en su cuna y comprendía que al fin y al cabo todos los inicios eran idénticos, entonces se enfurruñaba y lanzaba un resoplido interno.

Era costumbre su maraña de pensamientos, su inacción, su pálida indeferencia. Pero la pura verdad es que pagaba precios muy altos por aquella nada, y luego se reconfortaba con algún saxofonista que deambulara por la calle. Sentía un cosquilleo en sus pies, como si levitara, y esos eran los únicos momentos por los que aun estaba allí, aquello era verdadero, era un pariente lejano de la emoción, algo fuera de lo habitual que le generaba un derivado de la felicidad. A veces hasta esbozaba una tímida sonrisa. La música siempre le generaba cosas y en momentos inusuales de sensibilidad extrema incluso lloraba escuchando al saxofonista.

Miraba el reloj y se lamentaba el paso del tiempo, pero también le resultaba indiferente, ponía su pensamiento en off y armaba historias de los transeúntes con los que se cruzaba: Les pedía la hora, les invitaba a tomar un café, caminaban hacia la parada de colectivos, se acostaban en alguna plaza, les convidaba algún cigarrillo.

Además de vivir como una trapecista que recorre la cuerda de la vida y la muerte, vivía recorriendo los caminos de la realidad y la imaginación. Aunque no le gustaba pensarlo de ese modo, jamás le gusto la palabra realidad, le producía un gusto amargo. A falta de tener un espacio en la cotidianeidad, en lo mundano, se había hecho un hueco en lo fantástico, en lo extraordinario. En su mente podía volar, hablar con extraterrestres y ser música. No existían limites, salvo en lo impensable.

A veces se preguntaba por sus contradicciones. Era una de aquellas personas que podía afirmar opuestos. “Me siento tan vacía y tan llena” “Me siento tan feliz y tan triste”. Su interrogación era levemente hipócrita, le daba curiosidad pero se sentía bien (o mal) viviendo en sus contradicciones. Le apasionaba lo ambiguo, lo ambivalente, la mezcla, lo indefinido. Decía que era brindarse un sinfín de oportunidades. Cuando alguien le preguntaba sobre su afirmación enmudecía y empalidecía, se iba mentalmente a otro mundo.

Siempre se sintió incomprendida.

Confesiones para peatones

Ya era su costumbre, su rutina asentada de miércoles por la tarde: caminar por el centro. Una hora y media o dos. Pasaba más tiempo sentada en el colectivo que en su destino. Caminaba y caminaba, se apuraba, se agitaba, transpiraba. No miraba a nadie ni nada, se le atornillaban los ojos al suelo. Voces de transeúntes, pisadas, ruidos típicos de una ciudad atestada, en pleno alboroto.

Todo eso tenía un único objetivo, a veces impuesto, otras veces casual: Pensar. La actividad en si misma era ejercida todo el día, cada hora, minuto y segundo. Pero allá, en el medio de la ciudad, tan acompañada por todos los habitantes pero tan sola, sin nadie que caminara a su lado ni le hablara, podía pensar tranquilamente. Lo propio de la urbe, sus colores, sus grises, sus hedores, su bullicio, su devenir pronto se evaporaba. Quizás no se justificara tan largo viaje para finalmente perderse en la introspección y cegarse al exterior, pero lo realizaba, era un insano hábito, una obsesión, un motivo más para pisar la tierra.

Aquel día podría haber sido un miércoles como cualquier otro, un conjunto inútil de 24hs, desperdicio totalmente olvidable, pero no lo fue. Tropezó, tanto en la calle como en el pensamiento. En plena General Paz, en ese momento que el semáforo para peatones permitía caminar y detenía los autos y tantas personas cruzaban y se veía hermoso, tan hermoso: el agrupamiento de personas, el bodoque, la transpiración, el calor, los cuchicheos. En ese mismo instante en que ocurría simultáneamente todo eso se detuvo en el medio de la calle, dejo de ver el piso por primera vez, vio el exterior y el movimiento y grito “Tantos pero tan solos”.